Como
en eso de despellejar no nos gana nadie, vamos a hacerlo a lo bruto, como
Hannibal Lecter machacando a su víctima, acabando con ella, haciéndola agonizar
hasta al final. Así que agarraros porque vienen curvas y preparos porque vais a
echar la pota por la ventanilla a modo de papilla huracanada.
Hemos
salido de caza, a contemplar nuestra ciudad, a ver que se traían entre manos
los futuros protagonistas de la sección de hoy. Y la verdad es que la presa se
ha dejado caer voluntariamente en la trampa, no hemos tenido que rebuscar, su
presencia es tan evidente que desentona, produce verdadera rabia. Pero, ¿de
quién estamos hablando? En realidad ya tuvo su aparición estelar en estas
páginas. No, no hablamos de hipsters ni de modernillos. A lo mejor son mucho
peor que ellos. Os damos una pista: botas de montaña, tejanos, jersey de lana
con estampado chillón al estilo leñador y mochila de excursionista. A este
modelo estilístico se le pueden sumar numerosos complementos como algún que
otro tatuaje (especialmente frases en otras lenguas, símbolos de la paz, el yin
y yang y toda clase de iconografía de esencia hippie e intelectual), piercings en
las orejas perforadas a modo de colador y también rastas, muchas rastas.
Estamos hablando de los famosos hippie-pijos,
la contradicción y la hipocresía personificadas.
Estos
famosos entes son aquellos que lideran las manifestaciones, que convocan las
vagas y las asambleas alternativas, que replican al profesor de universidad corrigiéndolo,
que tratan a la gente como si la conociera de toda la vida, que llevan una
guitarra allá donde van, que se van de viaje a África y lo único que les
importa es hacerse fotos con niños y subirlas al Facebook a la espera de que su
perfil estalle por la “acribillación” de likes,
en definitiva, hijos malcriados a los que no les han enseñado nunca qué son el
respeto y la modestia.
Les
gusta echarte el rollo, sus proezas, sus liderazgos. Les gusta llenarse la
boca, vomitar a cascoporro su vida de hippie-perro-flauta. Y tú mismo le
gritarías en la cara sin descaro alguno: ¡tío cállate de una p*** vez, eres más
pesado que una vaca en brazos, más empalagoso que la comida de Navidad! Pero no
puedes, tragas y asientes con la cabeza. Si lo hicieras te la estarías jugando
de verdad, la pesadilla sería descomunal, más dolor que una patada en el
escroto. Sí, mucho peor. Una paliza de palabras que te dejaría en coma de por
vida.
La
conversación que mantienes no se aguanta por ningún lado, lo sabes. El hippie-pijo intenta sorprenderte
abordando temas de alto nivel con el objetivo de que experimentes una auténtica
catarsis, que quedes extasiado, que se te caiga la baba a borbotones, a modo de
cascada. Pero no, el tema es una mierda. Tan solo es la unión de palabras cultas
el significado de las cuales no se sabe. El cafre no sabe lo que está diciendo,
se ha perdido en su diarrea mental, pero él mismo se cree su propia mentira. Y
es después de este palizón cuando te das cuenta de que te has convertido en la
víctima de sus palabras ensordecedoras, taladradoras de cerebros. Y
seguidamente analizas lo que acabas de vivir, escarbas un poco y lo que te
encuentras es aire, argumentos desprovistos de valor, auténtica basura
intelectual. Sí, Cañita Brava es mucho más profundo y más lógico que estos
cantamañanas. “El que avisa traiciona” es mil veces mejor que todo lo que te
pueda decir un hippie-pijo.
Aquí
no vamos de nada. La modestia nos gusta. El respeto también. No nos gusta
hablar de los que no sabemos, preferimos callar. Somos cautos. No nos gusta ser
hipócritas, más falsos que el ¡falsas! de Ylenia en el Gandía Shore. Nada de
tonterías, nada de adornos. No nos gusta rellenarnos la boca con excrementos
bañados con caviar. No vamos corrigiendo el mundo, dictando sentencias. No nos
creemos los dioses del Olimpo. Es muy fácil: si tratas con respeto se te
tratará con respeto.
Los
hippie-pijos hacen de su forma de
vida mediocre algo que hay que hacer público. Las redes sociales se convierten
en la mejor vía para difundir su mentalidad alternativa. Fácil y eficaz con un
solo “click”. Dan auténtica vergüenza ajena, me río a carcajada limpia solo al
ver la publicación de fotos en las que los porros y las cervezas son los
verdaderos protagonistas. ¿Y a mí qué carajo me importa tu vida de fiestero-alcohólico-fumeta?
Río para no llorar, lo juro. Y aún tienen la jeta de definirse como unos
“anti-sistema”. Yo los calificaría como “voy-de-anti-sistema-pero-vivo-del-sistema”.
Tío, deja de decir que eres alumno de la “universidad de la calle”, deja este
rollo ya por favor. La verdad es que son cansinos, muy cansinos.
Pero
en el bolsillo hay un Iphone, la
mayoría de veces roto. Sí, la pantalla agrietada queda mucho mejor, muestra una
connotación más progre, más despreocupada. Pero el anorack es The North Face. Pero van a la
universidad privada. Pero van a esquiar a Andorra. Pero viven en Sant Gervasi o
en Gràcia.
Y
es que este rollo de progre-hippie-adinerado es una secta. Sí, como lo oyes. Si
no entras en su dinámica de no-me-importa-nada-pero-voy-de-intelectual-por-la-vida-leyendo-a-Baudelaire-mientras-me-tomo-una-birra-en-el-bar
eres excluido al minuto, en cero coma sales propulsado a la velocidad de la luz.
Entre ellos todo está permitido, son representantes de esta izquierda lunática
(grande concepto de la grande Pilar Rahola) los ideales de los cuales se les
escapan de las manos. Como describe perfectamente la misma Rahola este sector
ha creado “el conegut bonisme
d’una determinada progressia que ha aconseguit contaminar tota la societat amb
el seu discurs florista, multicultural i multi-no-m’assabento-de-res.”
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